Tanzania. Principio de los años ochenta. Toca cruzar los apenas cinco metros que separan el improvisado ambulatorio de la casa cabaña. Pero es imposible. Un león merodea el camino. Anochece. Sus ojos rojos llenan la oscuridad. Tocará dormir en una silla refugiados en la iglesia vecina.
Huelva. Primavera del 2010. Manjavacas observa una fotografía en la que aparece él mismo en aquellos años. En la imagen, sujeta en brazos a una niña negra muy pequeña. Él lleva la bata blanca que indica que es enfermero. El bigote y la espesa barba negra dejan al descubierto el ineludible paso del tiempo. Mira la foto con orgullo, pero también con añoranza. Hubo momentos duros, pero la experiencia de vivir tres años en Tanzania marcó su vida.
Toma en sus manos otra foto. Es una toma muy similar. Pero su barba ya es blanca. Es una imagen captada hace apenas unos meses, en Haití, su última salida. El chaleco amarillo refleja que es uno de los sanitarios del plan de emergencias en catástrofes. También esta vez tiene en sus brazos a una niña negra.
Se le achinan los ojos al ver las dos fotos comparadas. La imagen le despierta y empieza a relatar su vida. A expresarse en ese tono en el que da lo mismo que haya o no receptores que lo escuchen porque sus recuerdos afloran solos, autosuficientes. “En el espíritu, entre ambas fotos –dice–, no hay ningún cambio”.
No lleva puesta la bata, blanca o verde, que indica que es enfermero del servicio de Urgencias en el Hospital Infanta Elena de Huelva. Juan Antonio Manjavacas García tiene 55 años, es natural de Manzanares (Ciudad Real) y, ejerciendo de manchego, recuerda una frase del Quijote con la que le gusta sentirse identificado: “Más vale la sana locura que la necia cordura”.
No siempre quiso ser enfermero, incluso hubo un tiempo en que pensaba en ser cura. Lo que siempre tuvo claro fue que quería irse de cooperante al extranjero: “Yo tenía vocación de ayuda a los demás”. Por esa razón, desde muy joven, empezó a buscar modos de marcharse.
Descubrió que lo único viable era asociarse como seglar en una congregación religiosa misionera. Y así lo hizo. Al principio, las labores de formación en la Congregación “Misioneros del Espíritu Santo” fueron bien y su objetivo de ser cooperante parecía estar encauzado. Pero, “no sé en que momento, si ellos o yo, me comen el coco o yo me dejo ir, pero el caso es que paso de estar como asociado a, de pronto, decidir que me voy a meter a fraile”, explica Manjavacas.
Durante los tres primeros años, se formó en Aranda del Duero. Después, cursó un año en Madrid. Llegó a hacer el noviciado. Pero con el traslado a la capital, algunas de sus ideas cambiaron de rumbo. Manjavacas empezó a compaginar el seminario con la carrera de Enfermería en la Universidad Complutense de Madrid y con algún trabajillo para financiarse los estudios. Acabó la carrera, pero se salió del seminario.
Eran los años 80, y él, un muchacho de veinti pocos años al que la vida madrileña le ofrecía unos placeres muy alejados del clero. Tras acabar los estudios, llegó la mili y algunos meses de trabajo en clínicas privadas.
Tanzania estaba ya a la vuelta de la esquina. Allí le pondrían el sobrenombre de “Olabaru Nguisu” (vaca león, el hombre que se come las vacas). Tendría que esperar a 1983.
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