Siempre quedará escribir -como terapia, como arma, como entendimiento o ante la desesperación (eterna, o de un sólo día). Cuando los sueños no sabes exactamente cuáles son y la gente es sólo gente -sin nombre ni apellidos-, escribir, al menos (y al más), siempre queda.
Estos días, los compañeros nuevos (los becarios de verano) preguntan qué tal es el máster, te hacen la difícil pregunta de si les aconsejas o no hacerlo. ¿Y qué les dices? ¿Que aquí se aprende mucho? ¿Que esto es un infierno?
No recomendaría un sitio donde hasta lo que creías más certero -tu vocación- te la arrebatan. Aunque alguien dijo que no se puede ser conservador cuando no tienes nada que conservar...
Pero tampoco puedes malograr un lugar donde has aprendido que ser periodista no tenía nada que ver con lo que creías que era.
Si pensabas que escribías bien, que tenías madera de reportero, que sabías redactar... los e-mails del director y las notas y críticas te harán darte cuenta de lo neófito que estabas. Y que conste que esa no es la parte mala, al contrario. Después, cuando malvives en la redacción, piensas que ojalá aquí alguien usará un boli rojo y llenara tus textos de correcciones, en lugar de mirarte como a una máquina de producir caracteres, en la que la calidad ya no importa nada. En el máster aprendes; en la redacción, te incitan a desaprender lo aprendido.
Entre los placeres del máster, o al menos a mí eso me dio, está el de abrirme (y mucho) la mentalidad multimedia: me despertó el gusanillo de la edición de vídeos, recuperó el de la fotografía y me enganchó a lo interactivo. Ahí me sabía nula y fui, paso a paso, aprendiendo y disfrutando.
Hay clases, también, que merecieron la pena. Eso suelo decirle a los nuevos, a los que dudan si hacer o no hacer. Quizás sólo por escuchar hablar, de tú a tú, a algunos GRANDES, ya merece la pena. O sólo por tener de guía (terrenal y espiritual) a un Dios discreto, pero Dios al fin y al cabo, del que, al menos yo, he aprendido mucho más de lo que pensaba haber aprendido, también la merece.
Sin embargo, sigo sin saber si recomendar o no, si decir si ha o no merecido la pena. Quizás la hubiese merecido mucho más si jamás hubiese bajado al infierno de la vida real.
Cuando me haga mayor (más mayor), no sé si me dedicaré o no al periodismo, pero sólo espero no haberme convertido en una infeliz y amargada periodista llena de arrogancia y malicia. Prefería empeñar cualquier otra profesión, pero que me permitiese no sentirme avergonzada de mí misma, de haber vendido a la comunicación mis ideales y mi coherencia.
Mirar cada día a muchos de mis compañeros, trabajar “codo con codo” en un ambiente que está muy lejos de ser distendido me hace vomitar de la profesión que un día soñé y que este curso ha terminado convirtiéndose en una pesadilla.
Hay dos o tres (o algunos más quizás), que miro, que observo, y que me pregunto cómo, habiendo aguantado aquí 20 años, siguen siendo capaces de sonreír, de bromear, de animar. Los admiro. Me encantaría tener su talante.
Quizás era cierto que no merece la pena esta profesión. Así que, la verdad, no sé si decirle a los nuevos que merece la pena hacer este máster o decirles que mejor huyan. No sé qué hubiese preferido que me dijesen a mí, aunque sé que no hubiese hecho caso fuese cual fuese la recomendación. Soñé esta profesión, pero no pienso olvidar lo que dijo Mikel, y antes que periodista, seré, siempre, persona.