lunes, 23 de agosto de 2010

Sorpresas matinales


No estaba preparada para la sorpresa diurna. Se acabó el verano, volvemos a salir pasando las once de la noche. Aunque otras cosas, eso sí, sean buenas. Ya nos lo decían B. y C. en las clases: "Pero qué manía. No pidáis cultura, que os vais a arrepentir, que es la sección con más mal ambiente de todas". "Pedid nacional", decía una. "Pedid la web", apuntaba la otra. Y en qué hora no les hicimos caso. O en qué hora, una no estuvo más espabilada y huyó a tiempo a alguna redacción autonómica. Madrid y periodismo son una combinación nefasta. Mira que ya lo supe hace un par de veranos, cuando vivía ahogada en el periodismo económico; pero nada, una no aprende. 
Ayer estuve ordenando los papeles del máster, un montón de apuntes y una buena cantidad de prácticas con sus correspondientes correcciones grapadas. Una enorme cantidad de escritos que avalan que hemos currado y que ahora escribimos mucho mejor. 
En fin, que el verano se acaba, y las prácticas, pronto, también; con suerte, antes de lo estipulado. Ya me imagino despertándome y pensando: "Hoy no tengo que ir a ABC. Y mañana, tampoco". Por soñar que no quede.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Sensibilidad, aguante y compañerismo

Hoy he aprendido que esta profesión tiene también mucho de sensibilidad, de aguante y, a pesar de todo, de compañerismo.

Volviendo a lo de si recomendar o no el máster, una situación: 
Hace unos días, y con la idea de publicarlo, una compañera y yo regresamos a un texto que escribimos hace unos meses. Al leerlo nos dimos cuenta de que un texto que no hace ni un año nos parecía bastante bueno, ahora nos resultaba demasiado mejorable, ideal para cortar y reeditar. Ésta es la mejor prueba de lo mucho que nos ha servido el máster y de que, en consecuencia, sí lo recomendaría. 

No recomendaría, sin embargo, elegir mi sección. Ese fue mi mayor error de este máster. Algunas personas ya nos habían avisado de que el mal ambiente reinante entre los integrantes condicionaba el trabajo. Siempre, sin embargo, cuando competíamos por la sección deseada, pensamos que aunque hubiese ese mal rollo, a nosotros no nos influiría. Hasta que vivimos la malicia en directo.
Hoy he sido testigo de las palabras de  compañeros que llevan más de dos décadas trabajando en este medio. Aseguraban que se plantearon dejarlo, simplemente, porque no podían más. Que ya no eran capaces de aguantar, no con el trabajo sino con algunas actitudes. Escuchar esas palabras y ese tono me resultó muy triste.

Hace unos días nos decía otra de esas personas que, al fin y al cabo, esto pasa en todos los medios. Pero los rostros que he visto hoy en esas personas, de resignación, de desilusión y de aguante, me han dado mucho que pesar. No sé cómo han podido soportarlo. Y quiero creer que no está ya toda la profesión contagiada de ese virus, que a los "buenos" los deja resignados y a los "malos" directamente imbéciles.

lunes, 9 de agosto de 2010

Yo, que soy contrario a los toros

Por el escritor y periodista Francisco González Ledesma - 05/03/2010

La memoria del llanto 

Perdonen si empiezo con una confidencia personal: yo, que soy contrario a los toros, entiendo de toros. Durante años, cuando me recogieron en Zaragoza durante la posguerra, traté casi diariamente con don Celestino Martín, que era el empresario de la plaza. Eso me permitió conocer a los grandes de la época: Jaime Noain, El Estudiante, Rafaelillo, Nicanor Villalta. Me permitió conocer también, a mi pesar, el mundo del toro: las palizas con sacos de arena al animal prisionero para quebrantarlo, los largos ayunos sustituidos poco antes de la fiesta por una comida excesiva para que el toro se sintiera cansado, la técnica de hacerle dar con la capa varias vueltas al ruedo para agotarlo... Si algún lector va a la plaza, le ruego observe el agotamiento del animal y cómo respira. Y eso antes de empezar. 


Vi las puyas, las tuve en la mano, las sentí. El que pague por ver cómo a un ser vivo y noble le clavan eso debería pedir perdón a su conciencia y pedir perdón a Dios. ¿Quién es capaz de decir que eso no destroza? ¿Quién es capaz de decir que eso no causa dolor? Pero, claro, el torero, es decir, el artista necesita protegerse. La pica le rompe al toro los músculos del cuello, y a partir de entonces el animal no puede girar la cabeza y sólo logra embestir de frente. Así el famoso sabe por dónde van a pasar los cuernos y arrimarse después como un héroe, manchándose con la sangre del lomo del animal a mayor gloria de su valentía y su arte. 

Me di cuenta, en mi ingenuidad de muchacho (los ingenuos ven la verdad), de que el toro era el único inocente que había en la plaza, que sólo buscaba una salida al ruedo del suplicio, tanto que a veces, en su desesperación, se lanzaba al tendido. Lo vi sufrir estocadas y estocadas, porque casi nunca se le mata a la primera, y ha quedado en mi memoria un pobre toro gimiendo en el centro de la plaza, con el estoque a medio clavar, pidiendo una piedad inútil. ¡El animal estaba pidiendo piedad...! Eso ha quedado en la memoria secreta que todos tenemos, mi memoria del llanto. 

Y en esa memoria del llanto está el horror de las banderillas negras. A un pobre animal manso le clavaron esas varas con explosivos que le hacían saltar a pedazos la carne. Y la gente pagaba por verlo. 

El que acude a la plaza debería hacer uso de ese sentido de la igualdad que todos tenemos y darse cuenta de que va a ver un juego de muerte y tortura con un solo perdedor: el animal. El peligro del toreo, además de inmoral como espectáculo, es efectista, y si no lo fuera, si encima pagáramos para ver morir a un hombre, faltarían manos y leyes para prohibir la fiesta. 

Gente docta me dice: te equivocas. Esto es una tradición. Cierto. Pero gente docta me recuerda: teníamos la tradición de quemar vivos a los herejes en la plaza pública, la de ejecutar a garrote ante toda una ciudad, la de la esclavitud, la de la educación a palos. Todas esas tradiciones las hemos ido eliminando a base de leyes, cultura y valores humanos. ¿No habrá una ley para prohibir esa última tortura, por la cual además pagamos? 

Perdonen a este viejo periodista que aún sabe mirar a los ojos de un animal y no ha perdido la memoria del llanto. 

martes, 3 de agosto de 2010

Desaprender lo aprendido


Siempre quedará escribir -como terapia, como arma, como entendimiento o ante la desesperación (eterna, o de un sólo día). Cuando los sueños no sabes exactamente cuáles son y la gente es sólo gente -sin nombre ni apellidos-, escribir, al menos (y al más), siempre queda.

Estos días, los compañeros nuevos (los becarios de verano) preguntan qué tal es el máster, te hacen la difícil pregunta de si les aconsejas o no hacerlo. ¿Y qué les dices? ¿Que aquí se aprende mucho? ¿Que esto es un infierno? 
No recomendaría un sitio donde hasta lo que creías más certero -tu vocación- te la arrebatan. Aunque alguien dijo que no se puede ser conservador cuando no tienes nada que conservar... 
Pero tampoco puedes malograr un lugar donde has aprendido que ser periodista no tenía nada que ver con lo que creías que era. 
Si pensabas que escribías bien, que tenías madera de reportero, que sabías redactar... los e-mails del director y las notas y  críticas te harán darte cuenta de lo neófito que estabas. Y que conste que esa no es la parte mala, al contrario. Después, cuando malvives en la redacción, piensas que ojalá aquí alguien usará un boli rojo y llenara tus textos de correcciones, en lugar de mirarte como a una máquina de producir caracteres, en la que la calidad ya no importa nada. En el máster aprendes; en la redacción, te incitan a desaprender lo aprendido.

Entre los placeres del máster, o al menos a mí eso me dio, está el de abrirme (y mucho) la mentalidad multimedia: me despertó el gusanillo de la edición de vídeos, recuperó el de la fotografía y me enganchó a lo interactivo. Ahí me sabía nula y fui, paso a paso, aprendiendo y disfrutando.
Hay clases, también, que merecieron la pena. Eso suelo decirle a los nuevos, a los que dudan si hacer o no hacer. Quizás sólo por escuchar hablar, de tú a tú, a algunos GRANDES, ya merece la pena. O sólo por tener de guía (terrenal y espiritual) a un Dios discreto, pero Dios al fin y al cabo, del que, al menos yo, he aprendido mucho más de lo que pensaba haber aprendido, también la merece. 

Sin embargo, sigo sin saber si recomendar o no, si decir si ha o no merecido la pena. Quizás la hubiese merecido mucho más si jamás hubiese bajado al infierno de la vida real. 
Cuando me haga mayor (más mayor), no sé si me dedicaré o no al periodismo, pero sólo espero no haberme convertido en una infeliz y amargada periodista llena de arrogancia y malicia. Prefería empeñar cualquier otra profesión, pero que me permitiese no sentirme avergonzada de mí misma, de haber vendido a la comunicación mis ideales y mi coherencia.
Mirar cada día a muchos de mis compañeros, trabajar “codo con codo” en un ambiente que está muy lejos de ser distendido me hace vomitar de la profesión que un día soñé y que este curso ha terminado convirtiéndose en una pesadilla.
Hay dos o tres (o algunos más quizás), que miro, que observo, y que me pregunto cómo, habiendo aguantado aquí 20 años, siguen siendo capaces de sonreír, de bromear, de animar. Los admiro. Me encantaría tener su talante.

Quizás era cierto que no merece la pena esta profesión. Así que, la verdad, no sé si decirle a los nuevos que merece la pena hacer este máster o decirles que mejor huyan. No sé qué hubiese preferido que me dijesen a mí, aunque sé que no hubiese hecho caso fuese cual fuese la recomendación. Soñé esta profesión, pero no pienso olvidar lo que dijo Mikel, y antes que periodista, seré, siempre, persona.