Seis de la tarde. El metro de Avenida América rebosa de personas que van y vienen. Pero Simon ni va, ni viene. Al lado de las escaleras mecánicas, desde la esquina donde toca el órgano, hace un gesto con la mano para saludar a una de las usuarias que baja las escaleras. «En cinco horas puedo saludar a 200 personas», dice, y añade: «Estoy feliz de tener un trabajo que me permite conocer a un montón de gente».
Simon es uno de los músicos que amenizan los túneles del metro de Madrid. En Barcelona, los espacios y los horarios están repartidos entre los artistas que pertenecen a la «Asociación de Músicos de calle», algo que en Madrid no ocurre.
«Aquí, el que primero que llega se queda el sitio», explica Simon. En Nigeria, su país de origen, trabajaba como técnico de sonido hasta que hace seis años llegó a Madrid. Rebosa espontaneidad y habla con todo el mundo, aunque se guarda un secreto, su edad: «Cuando sea un cantante famoso, entonces la diré». Es como un niño grande que no quiere que pase el tiempo.
Pero ha pasado una hora y dos paradas de metro en la línea circular. Son las siete en el intercambiador de Nuevos Ministerios. Asen, de origen búlgaro, toca el clarinete. Toca entre semana, unas seis horas al día, en las que gana unos treinta euros. Tiene 42 años y desprende una melancolía opuesta a la de su colega. Explica que sus ideas sobre España eran diferentes: «yo quería encontrar un empleo, no tocar en el metro, pero con la crisis no encuentro nada». Hace una semana llegaron sus dos hijos, de 18 y 20 años, a buscar trabajo, «porque a pesar de todo, España sigue estando mucho mejor que Bulgaria», añade.
En Nuevos Ministerios, tren y metro comparten intercambiador. La normativa de los suburbanos de Madrid no permite a los artistas colocarse en lugares que dificulten el paso de viajeros o en los que el volumen interfiera en la actividad de las taquillas. También está prohibido tocar dentro de los vagones, «aunque siempre hay alguien que se cuela», explica Edison, empleado de MetroMadrid, «y alguien que va a los de seguridad a poner una queja porque le molesta la música», añade.
Sin música en los vagones
Más restrictivos son en Renfe, donde está prohibido tocar en todos sus espacios, según explican desde la oficina de Atención al cliente de Atocha. Son las ocho de la tarde y, efectivamente, entre los viajeros de cercanías y media distancia que se ven por la estación de trenes, no se escucha más melodía que la de la voz que anuncia destinos por la megafonía.
De nuevo en el metro, y cuatro paradas hacia el norte en la línea celeste, el viajero desemboca en el corazón de Madrid. A las ocho y media, en cada rincón de Sol aún queda un músico animando.
Muchos, inmersos en sus lecturas y sus prisas, o aislados tras los cascos del Ipod, pasan sin percatarse de que alguien toca. Pero es difícil no girar la cabeza buscando de dónde proviene la música de unos timbales que llenan toda la estación.
Batu está situado justo donde se coge la línea amarilla. Tiene 32 años y llegó de Senegal hace casi un lustro. «Lo que más me gusta es poder tocar cada día en un lugar: Sol, Legazpi... o en discotecas, donde a veces trabajo también».
Luis lleva en Madrid algo menos que Batu, dos años y medio, y desde otro de los túneles de Sol hace vibrar una guitarra imitación Gibson con la canción «Knocking on heavens door» de Bob Dylan. Dice que es una de las preferidas de los madrileños.
Es un músico de media melena, como los viejos rockeros, que sabe qué música es la que le gusta más a la gente. Dice que lo suyo es vocacional: «a veces he estado trabajando en otras cosas, pero si necesito despejarme me vengo al metro. Toco una hora y estoy como nuevo», explica. «Pink Floyd, Led Zeppelin, Black Sabath, Héroes del Silencio... hay canciones que se ve que gustan, las toco y la gente se gira», comenta este ecuatoriano, «hay mucho rockero en Madrid», añade.
Hotel California
Pero no sólo le dejan dinero los rockeros. «No creo que dependa de la edad, hay niños que sus madres les dan unas monedas para que me las echen. Yo les dejo la púa y tocan la guitarra. Les encanta». Se emociona hablando de la música y recuerda la primera canción que tocó en el metro de Madrid. «Con “Hotel California” de “The Eagles”, que la toqué en Legazpi, me dejaron cinco euros.» Decidió entonces que la vida en Madrid le iba a sonreír.
En unas cinco horas de trabajo suele ganarse entre 30 y 60 euros «se gana más si estás con otra persona, a la gente le gusta ver movimiento, espectáculo», explica. «Sé que no me voy a hacer millonario tocando en el metro, pero doy alegría; si no tienen dinero, que me den una sonrisa. La música mueve el mundo». Antes de que termine de hablar, un chico le lanza un par de euros y Luis da por finalizada su jornada. Aún no son las nueve y media.
Pocos minutos después, en la parada de Príncipe de Vergara, Pedro, un venezolano de 28 años, espera la llegada de un metro que le lleve a casa. Lleva su violín en una funda. Es un amante de la música clásica. Pedro no se atreve con el metro, «me parece impersonal, la gente va siempre corriendo», así que opta por otro tipo de espacios públicos: las calles y las plazas. «Lo importante es que la música te transmita».
Llega el metro que esperaba Pedro. De nuevo a Avenida América. Al lado de las escaleras mecánicas, desde donde Simon tocaba el órgano, ya nadie saluda. No hay música en el metro. No quedan prisas ya entre los viajeros. El silencio deambula y la alegría se va a dormir con sus músicos. Son las diez de la noche.
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