miércoles, 24 de marzo de 2010

El poder de una palabra

La primera mentira es que las palabras se las lleve el viento. Falacia absoluta. Las palabras se graban a fuego en nuestro cerebro y aún cuando ya las creemos olvidadas, reaparecen al primer estímulo. No todas, claro. Ni siempre en los casos deseados. A veces queremos memorizar algo y no hay manera.
Sin embargo, cuántas veces nos gustaría olvidarnos de esas frases (suma de palabras) pronunciadas por un amigo, un padre, un profesor, un amante, un líder… y no hay modo…, dichosas palabras que se nos meten en la cabeza y se nos repiten una y otra vez… como una tortura.
Esta semana he vivido un ejemplo claro. En el máster han publicado notas y comentarios evaluativos. Nos ha cambiado la cara. La lista, creo yo, era lo de menos. Los números, incluso previsibles, no tienen el poder de las palabras. Son sólo cifras. Lo que nos ha tambaleado son las letras. Cuatro líneas. No ha hecho falta más. Pero directas a dónde más duele.
Hace unos meses nos dio clase un profesor que nos tenía a todos ensimismados (uno de los poderes de la palabra: ensimismar). El último día habló de la dignidad. Lejos de ser el término que antaño se vinculaba con la moralidad, ahora la dignidad se mide con el trabajo: con la capacidad y aptitud con que se ejerce y con la pasión que se le echa. “Que me llamen gordo me da igual, que me digan que soy un mal profesor ataca directamente a mi dignidad”, nos dijo.
Nadie pondría en duda su profesionalidad. Por eso fueron las palabras y no los números –palabras que, en algunos casos, parecían poner en tela de juicio que sirviéramos para el periodismo– las que nos han trastocado. Las palabras, en ocasiones, acuchillan. Para ello deben cumplir una premisa: que nos las diga gente competente, que estén bien argumentadas o que el emisor sea alguien que nos importe.
Las palabras tienen una fuerza especial. Alguien dijo una vez que era tal el impacto de la palabra que, a veces, si una le parecía muerta, se quedaba mirándola hasta que renacía. No recuerdo quién dijo la frase. A veces olvidamos al autor. Nunca la cita. Las palabras son un bien público. Un grito compartido que no entiende de propietarios.
Las palabras pueden hacernos reír y hacernos llorar. Ser el impulso, motivarnos; o pueden aburrirnos, deprimirnos. Por eso también leemos, porque las palabras son provocación.
Pero las que se nos quedan dentro son sólo las que nos dicen algo. Parece evidente. Es tan sencillo como que hay montones de palabras desperdigadas que no nos dicen lo más mínimo. Y, de pronto, una palabra, una muy concreta, tambalea nuestros cimientos.
La mayor verdad que conocemos es la que reconocemos en una palabra que nos deja en evidencia lo que no quisimos asumir.
Reconocer certezas en las palabras de otros es necesario pero difícil. Se sueña con las palabras, o también pueden habitar tus pesadillas. Las palabras no sólo no se las lleva el viento, sino que ni el más potente temporal nos hace olvidarlas.
Me agarro a las de una canción para terminar: “Quiero inventar palabras y cantarlas, pero todo está escrito desde antes”.
Las palabra tiene la fuerza de, por muy trillada que parezca estar, dicha en un momento preciso y por una persona concreta, nos cala. Esa palabra es emoción, es poder.

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