Era la mañana del seis de abril de 2009. Perugia, a 115 kilómetros del epicentro del terremoto, estaba aún a oscuras, como casi el resto del año, en una primavera que aún no despuntaba, que todavía olía a la nieve que había estado cayendo hasta pocos días atrás.
Los gritos de mi compañera de piso aporreándome la puerta, me despertaron. Gritaba: Morti, morti!!! Esa era la única palabra que acertaba a decir en italiano; las demás, las soltaba en su lengua materna, polaco, y sólo ella las entendía. Entre sus gritos desesperados, y mientras me imaginaba ya el salón de nuestra casa lleno de cadáveres, logré ver la pantalla de ordenador donde la noticia amanecía a gritos. A las 3 horas, 32 minutos y 39 segundos de la madrugada se había producido un terremoto de magnitud 6,7 grados en la escala de Richter en la ciudad de L´Aquila, región de Abruzzo. 250 kilómetros a la redonda se había notado el movimiento de tierras. El número de muertos iba dándose con precaución, pero se contaban ya por decenas.
Mi compañera aseguraba haber sentido el temblor: “Esta noche sentí mi cama como si fuese una barca en mitad del mar”, me dijo. Yo, sumida en un profundo sueño, no había notado la tierra tambalearse. Llamé a mis amigos, también ellos habían notado el suelo temblar en la madrugada.
Desde ese momento, pude ver cómo los efectos del terremoto también pasarían por los psicológicos y sociales.
En TV hablaban de víctimas, de un montón de estudiantes desaparecidos bajo los escombros a los que había quedado reducida la Casa del Estudiante, de ancianos y niños dependientes que no lograron salir a la calle cuando los techos empezaron a caer sobre sus cabezas.
Se espera aún la llegada del Presidente de la República, Silvio Berlusconi. La radio, mientras, hacía eco del ruido de gritos y desesperación que envolvían a una población en ruinas. Aunque fueron los periódicos digitales los que más seguí. El diario La Repubblica ofreció un impecable “minuto a minuto” que me dejó todo el día pendiente del suceso con el alma en vilo. A media tarde, la cifra de muertos ya ascendía a 150 personas.
Varias réplicas empezaron a sucederse, una tras otra, algunas más fuertes, otras más leves. Todo el mundo estaba aterrorizado. La gente estaba histérica. Era más el miedo psicológico de morir aplastado que la evidencia real de que las réplicas se materializarán.
En Perugia, apenas se percibía algún que otro movimiento de lámparas. Sin embargo, las calles se llenaron de personas temerosas que no querían regresar a sus casas. Allí, en la capital de Umbría, no había pasado absolutamente nada y la ciudad se convirtió en un caos. No quise imaginar qué estado reinaría entonces en el epicentro. El temor ya se había adueñado de las calles, de los vecinos.
En Roma, a 85 kilómetros del epicentro, también el caos se había hecho con las calles y la gente se refugiaba en los exteriores. Las casas se convirtieron en nidos vacíos.
En la sísmica región de Abruzzo son frecuentes los grandes terremotos. En 1315 ocurrió el más portente. Uno de los últimos, en 1915, se caracterizó también por una alta intensidad.
La noche llegó envuelta en el terror y las imágenes de la ciudad de L´Aquila no daban tregua. En la Rai, apareció la plaza del Ayuntamiento, acostumbrada a estar repleta de muchedumbre (acogía en ella el mercado matutino), ahora estaba repleta de equipos de televisión, locutores de radio y enviados especiales haciéndose el héroe. Mientras, una anciana lloraba ante la cámara. Lo había perdido todo. Había perdido a todos. Poco después, en la radio sólo se oían aullidos, perros y gatos perdidos buscando a sus dueños muertos. Pesadillas.
Los días posteriores al terremoto jugaron con el miedo de la gente aupado por más réplicas. El desconcierto se mezcló con la impotencia. Recuerdo aún la voz cansada de un hombre en la madrugada radiofónica contando cómo, siguiendo uno de los muchos llamamientos falsos que andaban haciendo por Internet para incitar a la gente a abandonar sus casas ante el miedo de que los movimientos sísmicos les alcanzaran, había sacado de casa a su madre y a sus hijos para nada. Rogaba que por favor no se difundieran falsas alarmas, no se impulsara a la gente a echarse a la calle, no se alertara aún más a una población que ya de partida estaba desconcertada y aterrorizada.
Cuando a las tres y pico de la mañana, me fui a la cama, la última cifra de muertos ascendía a 235. La cifra retumbaba en mi cabeza como el eco.
Esa misma cifra fue aumentando. Finalmente, el terremoto de Abruzzo dejó 308 muertos, 1.600 heridos y unas 50.000 personas sin hogar a causa de la destrucción total o parcial de miles de edificaciones.
Hoy, 6 de abril desde 2010, las noticias apenas dan una pincelada del mundo que se quedó calcinado bajo una lava de olvido que empezó a construirse hace un año.
Las crónicas publicadas hoy para recordar el aniversario del terremoto que desencajó a Italia hablaban de una ciudad llena de albañiles pero sin vida. De más de 4.000 personas que aún siguen deambulando por hoteles porque perdieron sus casas. Pero contaban poco.
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